Origenes del mito del Vampiro: Mesopotamia
La Relación entre la sangre y la naturaleza dual del ser humano, angel y diablo a la vez, es un tópico que se repite desde hace miles de años. De igual modo, el papel generador del fluído vital ha sido puesto de manifiesto prácticamente en todas las culturas. Una de las más antiguas aportaciones es la de la mitología mesopotámica, cuyo conocimiento puede ser revelador puesto que ofrece algunas claves interesantes que coinciden con el mito que estamos tratando. No se trata de afirmar pervivencias ni mecanismos de difusión cultural, pero sí el manifestar que determinados conceptos que parecen acuñados recientemente en realidad no son sino reiteraciones sobre ideas ya dadas.
En el clásico manual sobre Mesopotamia del orientalista George Roux, se recogen los principales mitos sobre la creación babilonios, redactados en forma de poemas bajo el título Enuma elish..., y que se fechan en torno al siglo XII antes de Cristo. La historia se inicia con el Oceano primordial, Tiamat, símbolo del caos cósmico generador a partir del cuál irán naciendo los dioses, cada uno de los cuales es una personificación de los elementos: el cielo, la tierra, el agua dulce...de entre ellos, el principal es Ea, díos del agua dulce, el dios inteligente por excelencia, inventor de las artes , las ciencias y las técnicas, protector de los magos y creador del hombre. Cuándo Tiamat, harta de las molestias que le causan los nuevos inqulinos, decida eliminarlos, Ea consigue paralizar el complot y eliminar a los aliados de Tiamat. Pero esta, furiosa, consigue reunir un ejército de criaturas de pesadilla, compuesto por dragones, leones gigantes, perros rabiosos, demonios y terribles tormentas. Al mando de tan horrible tropa puso a su hijo Kingu, que con su mera presencia hacía estremecerse de temor a los propios dioses.
Los ojos de todos están vueltos hacia el antiguo salvador, Ea, que, sin embargo, se ve impotente para frenar a tan formidable enemigo. Parece que el, finalmente, el horror se abatirá sobre la raza de los dioses, que ve próximo su fin, mientras Tiamat disfruta del espectáculo rodeada por su ejército de pesadilla.
Sin embargo, Ea , aún guarda una última baza: su hijo Marduk. A duras penas logra convencer al muchacho para que se enfrente contra el monstruo, y sólo tras que la Asamblea de los Dioses acepte el mando irrevocable de Marduk y se le acepte como el proclamador de los destinos, reconociéndole como el rey del universo y otorgándole un trono y una maza como símbolo de su poder . Sólo entonces el joven dios acepta ir al combate, última esperanza de una estirpe abocada a la condenación.
Los dioses equipan a su paladín de la mejor de las maneras, y Marduk elige cuidadosamente cuales serán sus armas de cara a la batalla que se le presenta: el arco, el rayo, la red, el viento y los huracanes. Tocado con una corona formidable y protegido por su armadura, monta sobre su carro-tormenta y se presenta ante las huestes de Tiamat, decidido a lanzar un desafío a la diosa. Esta, vieja y poderosa, contempla burlonamente al jóven y minúsculo dios, que se vanagloria de su poder ante ella, que ha nacido antes del tiempo y que es el principio generador del universo.
Segura de sí misma, la monstruosa deidad acepta el desafío, y salta al campo de batalla decidida a acabar de una vez por todas con el molesto jovenzuelo. Marduk se encuentra sólo en una batalla en la que se juega el destino de toda su raza: son dos concepciones del universo frente a frente, antagónicas y exclusivistas, de cuyo choque habrá de nacer un nuevo mundo, caótico u ordenado.
Los dos contendientes se atacan, y en un principio, Marduk parece ceder. El empuje de Tiamat es impresionante, y a duras penas el joven dios es capaz de contenerlo. Sin embargo, la confiada Tiamat baja la guardia demasiado pronto, momento que Marduk aprovecha para enredarla con su red. Tiamat, sorprendida, quiere gritar pidiendo ayuda a su hijo, pero Marduk hace que las tormentas penetren en su boca, atraviesa su corazón con una flecha y finalmente le machaca el cráneo con la maza. Tiamat cae muerta, y su ejército de monstruos huye despavorido hacia los infiernos de los que salieron. En la confusión de la huída, Kingu, el feroz general del derrotado ejército, es atrapado por los vencedores.
Del cuerpo de Tiamat, Marduk crea la tierra tal y como la cocemos ahora. Para su hijo Kingu, guarda un destino especial, ya que pretende crear una bella obra como jamás antes había sido concebida:
Haré un haz de sangre, una osamenta.
¡Y alzaré un ser humano, cuyo nombre será hombre!
Quiero crear a este ser humano, a este hombre,
Para que, encargado del servicio de los dioses,
Estos puedan estar en paz
Kingu, preso, es llevado por Marduk hasta su padre, Ea. La Asamblea de los dioses decide condenarlo por sus crimenes, y dicta su terrible sentencia: en castigo por sus actos, Kingu deberá ser degollado. Su sangre, procedente de la madre Tiamat, tiene increíbles poderes generadores, y de ella, mezclada con barro, Ea da cuerpo a nuestra estirpe:
De su sangre Ea creó a la humanidad/le impuso el servicio de los dioses...
Este mito, en una variante muy similar, vuelve a repetirse en otras epopeyas mesopotámicas pero con protagonistas diferentes. En esta ocasión, lo que principalmente nos interesa es señalar el papel de la sangre como generadora de la raza humana, y así mismo, el determinar que nuestra condición está marcada por el hecho de que somos hijos de la sangre de un díos corrupto, rebelde y malvado. Los mesopotámicos, grandes conocedores del alma humana, ya señalaban hace tres mil años una de las grandes verdades sobre la naturaleza de nuestro ser: nos debatimos entre el bien y el mal, y por mucho que nos esforcemos, este último siempre será parte de nuestra naturaleza. El vampiro, como reflejo de lo oscuro de nuestro ser, se engloba plenamente dentro de esta descripción.
En el clásico manual sobre Mesopotamia del orientalista George Roux, se recogen los principales mitos sobre la creación babilonios, redactados en forma de poemas bajo el título Enuma elish..., y que se fechan en torno al siglo XII antes de Cristo. La historia se inicia con el Oceano primordial, Tiamat, símbolo del caos cósmico generador a partir del cuál irán naciendo los dioses, cada uno de los cuales es una personificación de los elementos: el cielo, la tierra, el agua dulce...de entre ellos, el principal es Ea, díos del agua dulce, el dios inteligente por excelencia, inventor de las artes , las ciencias y las técnicas, protector de los magos y creador del hombre. Cuándo Tiamat, harta de las molestias que le causan los nuevos inqulinos, decida eliminarlos, Ea consigue paralizar el complot y eliminar a los aliados de Tiamat. Pero esta, furiosa, consigue reunir un ejército de criaturas de pesadilla, compuesto por dragones, leones gigantes, perros rabiosos, demonios y terribles tormentas. Al mando de tan horrible tropa puso a su hijo Kingu, que con su mera presencia hacía estremecerse de temor a los propios dioses.
Los ojos de todos están vueltos hacia el antiguo salvador, Ea, que, sin embargo, se ve impotente para frenar a tan formidable enemigo. Parece que el, finalmente, el horror se abatirá sobre la raza de los dioses, que ve próximo su fin, mientras Tiamat disfruta del espectáculo rodeada por su ejército de pesadilla.
Sin embargo, Ea , aún guarda una última baza: su hijo Marduk. A duras penas logra convencer al muchacho para que se enfrente contra el monstruo, y sólo tras que la Asamblea de los Dioses acepte el mando irrevocable de Marduk y se le acepte como el proclamador de los destinos, reconociéndole como el rey del universo y otorgándole un trono y una maza como símbolo de su poder . Sólo entonces el joven dios acepta ir al combate, última esperanza de una estirpe abocada a la condenación.
Los dioses equipan a su paladín de la mejor de las maneras, y Marduk elige cuidadosamente cuales serán sus armas de cara a la batalla que se le presenta: el arco, el rayo, la red, el viento y los huracanes. Tocado con una corona formidable y protegido por su armadura, monta sobre su carro-tormenta y se presenta ante las huestes de Tiamat, decidido a lanzar un desafío a la diosa. Esta, vieja y poderosa, contempla burlonamente al jóven y minúsculo dios, que se vanagloria de su poder ante ella, que ha nacido antes del tiempo y que es el principio generador del universo.
Segura de sí misma, la monstruosa deidad acepta el desafío, y salta al campo de batalla decidida a acabar de una vez por todas con el molesto jovenzuelo. Marduk se encuentra sólo en una batalla en la que se juega el destino de toda su raza: son dos concepciones del universo frente a frente, antagónicas y exclusivistas, de cuyo choque habrá de nacer un nuevo mundo, caótico u ordenado.
Los dos contendientes se atacan, y en un principio, Marduk parece ceder. El empuje de Tiamat es impresionante, y a duras penas el joven dios es capaz de contenerlo. Sin embargo, la confiada Tiamat baja la guardia demasiado pronto, momento que Marduk aprovecha para enredarla con su red. Tiamat, sorprendida, quiere gritar pidiendo ayuda a su hijo, pero Marduk hace que las tormentas penetren en su boca, atraviesa su corazón con una flecha y finalmente le machaca el cráneo con la maza. Tiamat cae muerta, y su ejército de monstruos huye despavorido hacia los infiernos de los que salieron. En la confusión de la huída, Kingu, el feroz general del derrotado ejército, es atrapado por los vencedores.
Del cuerpo de Tiamat, Marduk crea la tierra tal y como la cocemos ahora. Para su hijo Kingu, guarda un destino especial, ya que pretende crear una bella obra como jamás antes había sido concebida:
Haré un haz de sangre, una osamenta.
¡Y alzaré un ser humano, cuyo nombre será hombre!
Quiero crear a este ser humano, a este hombre,
Para que, encargado del servicio de los dioses,
Estos puedan estar en paz
Kingu, preso, es llevado por Marduk hasta su padre, Ea. La Asamblea de los dioses decide condenarlo por sus crimenes, y dicta su terrible sentencia: en castigo por sus actos, Kingu deberá ser degollado. Su sangre, procedente de la madre Tiamat, tiene increíbles poderes generadores, y de ella, mezclada con barro, Ea da cuerpo a nuestra estirpe:
De su sangre Ea creó a la humanidad/le impuso el servicio de los dioses...
Este mito, en una variante muy similar, vuelve a repetirse en otras epopeyas mesopotámicas pero con protagonistas diferentes. En esta ocasión, lo que principalmente nos interesa es señalar el papel de la sangre como generadora de la raza humana, y así mismo, el determinar que nuestra condición está marcada por el hecho de que somos hijos de la sangre de un díos corrupto, rebelde y malvado. Los mesopotámicos, grandes conocedores del alma humana, ya señalaban hace tres mil años una de las grandes verdades sobre la naturaleza de nuestro ser: nos debatimos entre el bien y el mal, y por mucho que nos esforcemos, este último siempre será parte de nuestra naturaleza. El vampiro, como reflejo de lo oscuro de nuestro ser, se engloba plenamente dentro de esta descripción.